El País - Babelia, suplemento de libros. 2001-01-23

 

La hora del entrelubricán

Ramón Buenaventura profundiza en su nostalgia del conoci­miento de las mujeres en El corazón antiguo.

 

Javier Goñi

 

Sin ningún género de dudas cabe afirmar que de entre todos los escritores españoles que publicaron novela en el año 2000 sólo Ramón Buenaventura ha utilizado una palabra tan rara (de buscar en el diccionario; Seco la recoge, y el DRAE) como ‘entrelubri­cán’, que, según la nota a pie de página (abundan) con la que Ramón Buenaventura calza la 222 de El corazón antiguo, es «el crepúsculo, la hora borrosa en que la vista no distingue el lobo del can», definición  más hermosa que la académica: «Crepús­culo vespertino».

     Ramón Buenaventura, poeta (al que se le borró el impulso), editor, traductor, internauta voraz (además de un movido currí­culo vital que lleva detallado en sus novelas), sorprendió, y muy gratamente, hace casi tres años con un excelente y arriesgado li­bro, El año que viene en Tánger (Debate, 1998), que alcanzó va­rias ediciones y el aprecio de críticos y lectores. Con modos y maneras experimentales propios de una época reciente pero ya superada (por exigencias del mercado, acaso; por acomodación lectora que prefiere las cosas «a lo claro»), Buenaventura (Tán­ger, 1940) tensaba los hilos de la literatura del yo, tan en boga en este cambio de milenio, y le daba nombre, León Aulaga, a su propia sombra, a la que proyectaba su propia vida, catastrada o ensoñada. Era aquélla una literatura del yo, en la que los trazos de la canción los marcaba el cuerpo (y en menor medida, el alma) de las abundantes mujeres que habían estado al alcance de Au­laga, un infatigable explorador de la sentimentalidad contempo­ránea, que buscaba las fuentes del Nilo en el cuerpo de una mu­jer. El sexo como forma de conocimiento, como la única utopía al alcance de los dedos: de esto, creo, tratan los libros de Ramón Buenaventura.

     Ahora, otra sombra del mismo tronco, Pablo Huarte, de avata­res compartidos con el mismo León Aulaga y el propio Ramón Buenaventura (que se limita, con admirable modestia, a calzar muchas de estas páginas, con sus notas, eruditas, aclaratorias, desmitificadoras, irónicas, acaso nostálgicas, a pie de aquéllas), protagoniza es El corazón antiguo, nueva entrega de «lo mismo», aunque sin la frescura y la sorprendente originalidad de El año que viene en Tánger. Considera Buenaventura que Aulaga, Huarte, él mismo, están escribiendo un único libro, rabiosamente autobiográfico, en el que la nostalgia (añade el lector) por el sexo, por el conocimiento de las mujeres que, a lo tenorio, han pasado por sus manos (las manos de los tres, uno y trino), sea lo único que a aquella generación (la de ellos) les queda de la utopía de la revolución, de aquel tiempo de sueños cuyas respuestas se llevó el viento. Y por eso Ramón Buenaventura, calzando pági­nas, se pone a veces cínico, y estupendo.

     Esa desenfrenada huida hacia atrás en ese tropezar en los sur­cos y en las cicatrices del cuerpo (propio o ajeno), que es, en mi lectura, esta novela de Buenaventura, está presentada por una muy personal y arbitraria utilización del experimentalismo verbal y de las posibilidades gráficas que el ordenador como fría herra­mienta le proporciona a su autor. El discurso lingüístico, delibe­radamente confuso en ocasiones, y asaz rebuscado (asaz, sí, lo utiliza, y maguer también), acaba siendo la mortaja de una narra­ción que se va diluyendo poco a poco; de tal manea que, al final, poco importa lo que dice, sino cómo lo dice. Y esto, claramente, no ocurría en su anterior novela, de la que ésta es un discutible e interesante apéndice.

 

[[[Como parece legislado que los escritores no debemos discu­tirles nada a los críticos, me limitaré a señalar que la utilización de vocablos como ‘asaz’, ‘maguer’ y algún otro ocurre en un texto intercalado, y que el propio Pablo Huarte se burla de tamaño re­bus­ca­miento… También podría comentar que disiento por com­pleto de la lectura (la humana, no la literaria, porque la literaria no la en­tien­do bien, y no sería legítimo rechazarla) que Goñi hace del libro; pero eso, ya, sería sacar los pies del plato.

Ramón Buenaventura]]]