BABELIA El País, 25 de marzo de 2005
Lastimoso síntoma
Un empresario de éxito contrata a un negro para que escriba una novela que él luego firmará como autor. Ramón Buenaventura recurre a este fenómeno cada vez más extendido en la industria editorial para desvelar la hipocresía y la vanidad que lo rodea.
EL ÚLTIMO NEGRO Ramón Buenaventura Alianza, Madrid, 2005 375 páginas, 17 euros J. ERNESTO AYALA-DIP
Alejandro Dumas, el célebre autor de la no menos célebre El conde de Montecristo, tenía tantas obligaciones para con su puntual público que se llegó a afirmar que tenía un taller con personas, negros en el argot editorial, que le escribían lo que las codiciosas imprentas esperaban de su firma. Esta figura no aparece en el Diccionario de la lengua española, ni tampoco en el Diccionario del español actual, de Manuel Seco. Debería. Porque la práctica está más extendida de lo que la paciencia ética puede soportar. No hace mucho una afamada presentadora de televisión se vio envuelta en un caso de plagio. Luego resultó que ella no había plagiado nada, pero sí el negro que le había escrito lo que ella tan ufana había firmado y promocionado. Explico esto porque podría darse el caso de que algún lector de El último negro, la nueva novela de Ramón Buenaventura (Tánger, 1940), no conociera con precisión el exacto rol de un negro en la industria editorial. A mí me parece que el futuro de los negros en nuestro país es promisorio. Hay mucha gente, que no satisfecha con sus éxitos profesionales (sean mediáticos o no), creen que un plus de prestigio literario redondearía su brillante carrera. Porque es aquí donde encajan los negros. La figura del negro tiene bastante de literaria. Tal vez por ello el autor de El año que viene en Tánger vio en ella la oportunidad de urdir una trama en torno a esta ironía, un ente humano que trabaja con materiales espirituales pero que sin embargo se presta a una operación tan falta de espiritualidad como, por ejemplo, la patraña de la mencionada presentadora televisiva. La ironía se aquilata con el hecho de que tal fraude no sólo no menguó la popularidad de tal presentadora sino que incluso la reforzó hasta grados que uno ya no sabe si es para ponerse a llorar o morirse de risa. A mí me parece que Buenaventura tenía material suficiente para darnos una novela convincente con dicha figura. Su sentido de la ironía, como lo ha demostrado sobradamente en sus novelas anteriores, incluida su poesía, sirve para desnudar la hipocresía, cualquier muestra de paripé individual o social. Y sin embargo, en lugar de concentrar todo su oficio, toda su penetración psicológica y todo su caudal inventivo, que es mucho, en un hilo argumental más acorde con las expectativas psicológicas y morales de un personaje como el negro editorial, Buenaventura decidió proseguir con los postulados narrativos (o mejor dicho narratológicos) de El año que viene en Tánger y El corazón antiguo, que tanto éxito le depararon por parte de la crítica.
El resultado es una novela cargada de manierismo cervantino, una especie de vértigo intertextual en donde el lector no demasiado informado se perderá irremediablemente sin que el esfuerzo de interpretación y develación que se le exige tenga apenas la contrapartida de un juego compartido, aunque el ganador siempre sea el mismo: Ramón Buenaventura. El autor. El mecanismo de autorreferencialidad de esta novela no contradice El año que viene en Tánger. El furor acumulativo de las experiencias sexuales de los narradores o del narrador en una y otra novela es semejante. Sólo las distingue a una y otra la presencia-ausencia del negro que escribe la novela que estamos leyendo. Salvo en el último capítulo, donde el negro tiene voz, en los capítulos restantes éste apenas es una entidad marginal a pie de página o en entre líneas cuyo cometido es sugerir precisiones léxicas, contrastes eruditos. La novela que leemos es la vida del empresario Rodrigo Díez del Canchal, un tipo que no se dignará nunca a escribirla, pero sí a contratar a un negro que se la escriba. Éste es un buen dibujo de la prepotencia de los nuevos ricos. Antes ha habido una negra, de la que el autor sacará buen partido para hacer una recreación más socarrona que irónica de la misoginia como motivo literario. La mala novela que leemos, porque así quiere que sea considerada su novela el autor en connivencia con el negro que se la escribe, no es precisamente una mala novela. En su género probablemente yo diría que es una muy buena novela. Todo un lujo de despliegue paródico. Culta, inteligente, irreverente, aunque estas tres características estén sobrecargadas en detrimento de una idea moral y novelística que debió ser más orgánica y menos sobrada de desconcierto, interrupciones textuales y vericuetos argumentales, incluso chistes fáciles. Ramón Buenaventura es dueño de un estilo literario construido sobre la endogamia, la suya y la de la propia ficción. En el negro literario tenía a tiro un atractivo espécimen de la perversión del mercado. Sólo hacia el final de su novela (la de Buenaventura) apunta a revelarnos el alma del criado. Hasta ahí apenas disfrutamos de sus pertinentes anotaciones. Qué novela nos perdimos suya, incluso aunque se la escribiera otro.
COMENTARIO. No puedo decir que entienda estás líneas de Ayala-Dip. Una «muy buena novela» que podría haber sido ¿óptima? si se hubiera centrado en la figura del negro... Es que a mí no me interesa el negro literario, ni le veo entidad literaria suficiente, ni El último negro va de eso.
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